La aparición del cristianismo y su posterior difusión hasta convertirse en religión dominante en todo el ámbito del imperio romano, trajo consigo una serie de transformaciones religiosas, culturales y filosóficas. El cristianismo introdujo ideas hasta entonces ajenas al pensamiento antiguo tales como el monoteísmo, la creencia en un Dios creador del universo, la noción del pecado..., pero, sobre todo, planteó una cuestión fundamental, la existencia de una verdad sobre el hombre y el universo que no estaba al alcance de las facultades naturales de conocimiento. Los filósofos griegos habían utilizado sus sentidos para observar la realidad y su razón para intentar alcanzar una verdad coherente sobre esa realidad. El cristianismo, como otras religiones aparecidas en el mismo contexto, planteó la existencia de un “misterio” último sobre el sentido del hombre y la existencia del mundo que sólo podía ser conocido mediante una revelación directa procedente de una divinidad imperceptible por las meras fuerzas humanas de conocimiento. Este misterio era, además, algo más que un mero saber teórico sobre estas cuestiones, era un saber salvífico, es decir, una verdad que garantizaba a sus poseedores la salvación de sus almas con vistas a una nueva vida más allá de la muerte. La idea de la inmortalidad del alma, como sabemos, no había sido ajena a pensadores como Platón, pero la nueva religión planteaba que el destino futuro del alma dependía no de las propias facultades o virtudes de ésta, sino de la aceptación de una verdad revelada sin más fundamento que la convicción proporcionada por una nueva instancia de conocimiento: la fe.
El núcleo fundamental de esta forma de pensar, a saber, que las verdades últimas sobre el hombre y el mundo sólo son accesibles al creyente que acepta humildemente el don de la fe, no han cambiado a lo largo de la historia del cristianismo, aunque sí lo haya hecho la consideración acerca de la validez o fiabilidad de la razón como fuente complementaria de conocimiento. Para ver claramente la vigencia de estas ideas, leed con atención los siguientes fragmentos de la Encíclica Fides et ratio (Fe y razón) del anterior Papa Juan Pablo II.
Ioannes Paulus PP. II
Fides et ratio
encíclica a los Obispos de la Iglesia Católica
sobre las relaciones
entre Fe y Razón
1998.09.14
(fragmentos)
INTRODUCCIÓN
La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).
CAPÍTULO I - LA REVELACIÓN DE LA SABIDURÍA DE DIOS.
Jesús revela al Padre.
7. En la base de toda la reflexión que la Iglesia lleva a cabo está la conciencia de ser depositaria de un mensaje que tiene su origen en Dios mismo (cf.
2 Co 4, 1-2). El conocimiento que ella propone al hombre no proviene de su propia especulación, aunque fuese la más alta, sino del hecho de haber acogido en la fe la palabra de Dios (cf.
1 Ts 2, 13). En el origen de nuestro ser como creyentes hay un encuentro, único en su género, en el que se manifiesta un misterio oculto en los siglos (cf.
1 Co 2, 7;
Rm 16, 25-26), pero ahora revelado. « Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf.
Ef 1, 9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo, pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina ».
Ésta es una iniciativa totalmente gratuita, que viene de Dios para alcanzar a la humanidad y salvarla. Dios, como fuente de amor, desea darse a conocer, y el conocimiento que el hombre tiene de Él culmina cualquier otro conocimiento verdadero sobre el sentido de la propia existencia que su mente es capaz de alcanzar.
12. Así pues, la historia es el lugar donde podemos constatar la acción de Dios en favor de la humanidad. Él se nos manifiesta en lo que para nosotros es más familiar y fácil de verificar, porque pertenece a nuestro contexto cotidiano, sin el cual no llegaríamos a comprendernos.
La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia. Ahora todos tienen en Cristo acceso al Padre; en efecto, con su muerte y resurrección, Él ha dado la vida divina que el primer Adán había rechazado (cf. Rm 5, 12-15). Con esta Revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre su propia vida y sobre el destino de la historia: «Realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado », afirma la Constitución Gaudium et spes. Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble. ¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, sino no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?
13. De todos modos no hay que olvidar que la Revelación está llena de misterio. Es verdad que con toda su vida, Jesús revela el rostro del Padre, ya que ha venido para explicar los secretos de Dios; sin embargo, el conocimiento que nosotros tenemos de ese rostro se caracteriza por el aspecto fragmentario y por el límite de nuestro entendimiento. Sólo la fe permite penetrar en el misterio, favoreciendo su comprensión coherente.
El Concilio enseña que «cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe». Con esta afirmación breve pero densa, se indica una verdad fundamental del cristianismo. Se dice, ante todo, que la fe es la respuesta de obediencia a Dios. Ello conlleva reconocerle en su divinidad, trascendencia y libertad suprema. El Dios, que se da a conocer desde la autoridad de su absoluta trascendencia, lleva consigo la credibilidad de aquello que revela. Desde la fe el hombre da su asentimiento a ese testimonio divino. Ello quiere decir que reconoce plena e integralmente la verdad de lo revelado, porque Dios mismo es su garante. Esta verdad, ofrecida al hombre y que él no puede exigir, se inserta en el horizonte de la comunicación interpersonal e impulsa a la razón a abrirse a la misma y a acoger su sentido profundo.